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sábado, octubre 14, 2006

La gran mascota del escriba



Alfredo, hoy, mi viejo, me dio una sorpresa. Yo sabía que hace un mes atrás, o incluso más, una lagartija se había metido en la casa. La vi primero en mi habitación un día que desperté y estaba posada sobre, o debajo, el rayo de la luz del sol que penetra entre las terrazas por el patio interno. En cuanto me vio desapareció. Algunas otras veces la vi escamoteándose de aquí para allá. Pensaba que él no la había tenido en cuenta, que no la había visto. Pero no fue así. El sabía de ella tanto como yo. Sabía que los días de sol, eso es casi todos, la lagartija asomaba al sol. Allí donde daba, ella aparecía, aunque sea unos momentos. Luego volvía a desaparecer. Pero esta noche él me sorprendió. Nunca hablamos de nada. Nada de nada. Más allá de cómo fue el trabajo y que sabemos de la familia eso y algún etc. Esta noche vino y me dijo, vení.

Dejé lo que hacía que era beber una cerveza. Pero llevé el vaso y lo seguí hasta la cocina. En un rincón donde casualmente nunca ocupamos con botellas o cosas había simulado una pequeña miniatura de playa de arena y dirigió una lámpara de 300 V que emanaba suficiente calor. Y allí, en su arenal, la pequeña lagartija cargaba su generador de calor a piaccere. Me dijo, vi un documental del nacional geografic y decía que necesitaban calor para su sangre. Y me sonrió. Además, fijáte. Les había sacado un ala a varias moscas y a algún mosquito y cada tanto se los echaba cerca y el pequeño y blanqueado reptil se les echaba encima con un movimiento apenas perceptible. Miré a mi viejo como sonreía como si se le hubieran anunciado que ese era su nuevo hijo. Y así sonreía. Eran días repetidos y aburridos allí. Era una vida rica pero tan vacía como esa playa donde vacacionaba la lagartija que un día llamó Rosario no se porque.

gg.

14/10/2006 1:39:03