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domingo, septiembre 09, 2007

el codigo de las barras


El externo tanino del desierto



Encendido, junto a las puertas del ascensor, consumiéndose, entre dos dedos normalmente desiguales de una mano derecha, y observando, cuasi detenido o detenido en el tiempo si el tiempo alguna vez se detuviese u acelerase por deseo, el cigarrillo. Antes de acabar de consumirse, o comenzar a apagarse, sube hasta los labios algo gruesos y aun saborizados por tres copas bien medidas y sentenciadas de Rioja, de la margen correcta del Ebro, del año del señor 1996, y de una casa poco calificada pero bendecida por una entonación ejemplar, una astringencia pulcra y bien medida, y la aspiración calada de humo es larga, larga y la mirada prendida en la mancha roja sobre la tela satinada y planchada con productos terciados por el almidón, mancha de rojo con taninos, simple bourdeaux dirá el que al otro día firme la papelería por el deceso, con taninos y quizás ningún glóbulo rojo o blanco o partes de plasma por millón como piensa que es junto a la puerta del ascensor y adherido a la colilla que ya hace minutos se ha consumido, quizás cerca de las tres de la madrugada, exactamente unas dos horas después de encontrar el cuerpo de su ya no futura esposa con un pequeño agujero a cinco centímetros de su ojo derecho, el ojo mas bonito que había observado jamás, abierto, mirando una parte vacía de un techo vacío en el piso que le regaló, un regalo más, entre algún millón de regalos que le obsequió para intentar de esa forma restaurarle la alegría, forma inocua de restauración, una compra estúpida la felicidad, restaurar la alegría por la pérdida de esa criatura de meses, meses en los que se llamó Bebe, incluso más veces, Karina, niña de meses que por culpa de nadie sino más bien de la vida eligió no vivir al olvidar respirar una tarde que otoñaba y que fue la tarde que la hundió a Elena en un sueño profundo de esos en los que no se vive mas que entre los espacios inanes del Prozac. El espejo no miente, en el espejo la mancha de tintos taninos apenas abajo del primer botón superior de la camisa confunde los tonos con los otros rojos ya casi a punto de secarse, o coagularse, de sangre de Elena, sangre que se agregó a su cuerpo al levantar su cabeza a la altura de su camisa, de su corazón, mientras aullaba con boca abierta sin emitir sonido, como en los últimos orgasmos, pensó Raúl. Como los últimos días. Pásame la sal fue lo último que recuerda que le dijo. La sangre que sostiene la colilla adherida a su dedo, sangre Rh negativo, sangre coagulada hace dos horas, o más, frente a ese espejo de cuerpo entero en el vestíbulo de los pisos de la calle Alvear, donde ve pasar su vida en forma precipitada como a través de retazos breves y consecuentes, mientras la otra, mano izquierda, levanta el cañón del arma, un 38 corto que vaya a saber donde ella consiguió para acabar con los horarios cambiantes del Prozac, hasta la altura del bolsillo cosido a mano en una sastrería especializada de su agrado, y del de Elena, y el estallido de la pólvora repercute en el espejo sin alertar a vecinos que duermen a las 4 y 38 a. m. aunque una párvula picadura le escoce la tetilla y el cielorraso del hall de los pisos de la calle Alvear tienen menos gusto que los del dormitorio de la niña.

G. G.
09/09/007 19:39
Estepona

(en correxión)